Se puede definir como un desajuste temporal entre la oferta y la demanda energéticas que se salda, de forma habitual, con fuertes incrementos de los precios de las distintas energías. Esto último se da, obviamente, en el caso de que la oferta sea superada por la demanda, supuesto desencadenante de la crisis desde la perspectiva de una nación importadora (como es el caso de los países del mundo occidental, en general, y de España en particular). Sin embargo, desde la óptica de un país explotador (caso de cualquiera de la OPEP), la crisis surgiría en el caso de exceso de oferta y de caída de los precios energéticos. Si se acepta este doble enfoque de crisis, es preciso reconocer que éstas son bastantes habituales en la historia económica contemporánea. No obstante, y por las razones apuntadas, la idea de crisis más generalizada es la primera.
El desencadenamiento de las crisis energéticas suele ocurrir cuando los tirones alcistas de la demanda -impulsados por el crecimiento económico- no van acompañados de incrementos paralelos de la producción, lo que se debe a la falta de respuesta de ésta a corto plazo ante el largo período de maduración de las inversiones para acrecentarla, pues transcurren varios años entre su comienzo y el momento en que se puede iniciar la explotación comercial del yacimiento o de las instalaciones de transformación.
El ajuste, vía precios, entre una demanda desbordante y una oferta incapaz de satisfacerla en cantidad y calidad constituye un mecanismo -aunque traumático- de reequilibrio, pues los altos precios precipitan una nueva oleada de inversiones en busca de nuevos yacimientos, nuevas fuentes de energía o nuevas técnicas de uso que, finalmente, restablecerán el equilibrio entre la oferta y la demanda a más bajos precios.
En definitiva, las crisis energéticas son bastante habituales y, en cierta medida, favorecen el progreso.