Fernando VII (1808 1824)
Don Fernando Abascal.
Los sucesos de la Península generalizaron rápidamente el proyecto de emancipación que ya habían concebido y difundían en secreto algunos americanos de ideas avanzadas y de patriotismo ardiente. Carlos IV se vio forzado por un motín popular a abdicar en Fernando VII. Arrancando la renuncia al padre y al hijo pretendió Napoleón dar la corona a su hermano José. Exaltados por el amor a la independencia, acometieron los españoles una lucha desigual contra el capitán del siglo. Una vez armada la España para rechazar el yugo extranjero, quiso recobrar la libertad que le habían arrebatado los monarcas absolutos; se reunieron las cortes del reino; se estableció la libertad de imprenta; se abolió la inquisición; y se juró la constitución liberal de 1812. Los americanos, a quienes se declaró libres, fueron llamados a la representación nacional y obtuvieron franquicias diminutas. El ejemplo, las doctrinas, lo que se concedía y lo que se negaba, todo contribuía a hacer sentir en América el derecho de salir de una humillante tutela; parecía obra de gigantes derribar de súbito el edificio colonial de tres siglos; mas la ocasión se presentaba propicia y los hombres bien templados no dudaron sacrificarse por una causa en que se interesaban la patria, la libertad, la justicia, el porvenir de un mundo y el progreso de la humanidad. Sin concierto previo se levantaron Buenos Aires, La Paz, Santiago, Quito, Caracas, Bogotá y muchos pueblos de México. Un movimiento tan simultáneo, universal e imprevisto manifestaba a las claras que había llegado ya el tiempo decretado por la Providencia para la emancipación del nuevo mundo. En el Perú cundía también el fuego sagrado de la patria; Tacna se pronunció en 1811, Huánuco en 1812, por segunda vez Tacna en 1843, todo el Sur en 1814. Aunque en Lima la mayoría estuvo constantemente por la Independencia, el espíritu público se vio comprimido por el fuerte de Santa Catalina y por hallarse concentrados en la capital los recursos de los virreyes.
Abascal se mostró bastante político y benévolo y pudo prolongar un régimen odiado, con una administración sabia, a la que siempre es reconocido el pueblo peruano. Desde su llegada se ocupó con celo en el servicio público; reparó las murallas de la ciudad; edificó el cementerio general; fundó el colegio de medicina; favoreció el de abogados; procuró conciliar los ánimos formando el batallón de la Concordia; entre los aprestos de tierra y amagos de conspiraciones hizo sentir las dulzuras de la paz; y sin comprometer el prestigio del poder, contemporizó hábilmente con las efusiones de la libertad.
Los amantes del progreso veían con placer las elecciones municipales, las de diputados a cortes, la extinción del santo oficio, la jura de la constitución, el nombramiento de un consejero limeño y otras manifestaciones de la vida política. Cuando al regreso de Fernando VII de su cautividad en Francia se perdieron en España las esperanzas de libertad con el restablecimiento del gobierno absoluto, la Independencia de América parecía comprometida por los recientes triunfos de los realistas y porque se enviaban contra ella huestes aguerridas que habían vencido a los soldados de Napoleón. Abascal, que esperaba días más tranquilos, se vio sorprendido con la sublevación de tropas acuarteladas en la capital, movimiento que supo reprimir con admirable energía. Pocos meses después era reemplazado por don Joaquín de la Pezuela y salía del Perú dejando los más honrosos recuerdos.