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Felipe III (1598 1621)

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Don Luis de Velasco.Poco antes de morir decía Felipe II: «Dios, que me ha concedido tantos estados, me niega un hijo capaz de gobernarlos». En efecto, Felipe III, que hubiera necesitado un genio superior para levantar la postrada monarquía, fue un príncipe indolente, gobernado por indignos favoritos y sin más actividad que para las diversiones y las prácticas de devoción. La debilidad de que adolecía la metrópoli se hizo trascendental a las colonias que ya no pudieron ser protegidas eficazmente, ni recibir abundantes elementos de desarrollo.

 

El Perú no tardó en verse expuesto a las correrías de los holandeses, que codiciaban su posesión y querían arrebatar a la España los tesoros con que les hacía una tenaz guerra. El 23 de agosto de 1599 se fundaba, con tales designios, en el estrecho de Magallanes, la orden del León desencadenado, por Simon de Cordes, jefe de una escuadra holandesa. Esta institución de caballería fracasó en su origen; porque las tempestades dispersaron la escuadra, y el solo buque que recorría las costas del virreinato fue apresado en Valparaíso y conducido a Lima. Oliver von Noort, que entró poco después en el Pacífico, hechas algunas presas en las costas de Chile, se dirigió hacia el Asia oriental para correr todos los azares de la piratería. La armada del Sur, que había salido en su persecución, perdió en un naufragio junto a California la «Capitana» y en ella al almirante Velasco que era hermano del virrey.

Al mismo tiempo se levantaban contra la dominación colonial algunas tribus bárbaras en el Norte y en el Sur. Entre Jaén y Macas destruían los jíbaros las poblaciones de Sevilla del oro, Huambaya, Logroño y otras muchas que prosperaban con los lavaderos de oro. En la extremidad meridional del virreinato sorprendieron y dieron muerte los araucanos a don Martín de Loyola, que gobernaba el reino de Chile, y causaron la destrucción o abandono de Valdivia, la Imperial, Villarrica y otras poblaciones españolas. Los chirihuanas, que amenazaban siempre en los confines de Charcas, eran escarmentados por los vecinos de la frontera, donde principiaron a prosperar la Rioja, San Lorenzo y el pueblo de Las Salinas, fundado por don Luis de Velasco, por lo cual recibió el título de marqués de las Salinas.

Calamidades naturales acrecentaron la inquietud excitada por los piratas y salvajes. En 1600 reventó el volcán de Omate, oscureciendo con su erupción el cielo cerca de un mes, arrojando sus lavas hasta más de doscientas leguas, arruinando a Arequipa con terremotos continuos, deteniendo ríos caudalosos, desolando pueblos y campos, y haciendo resonar su estruendo a distancias prodigiosas.

El celo religioso que se exaltaba con toda clase de riesgos, hizo encender los fuegos inquisitoriales, cebándose en los judíos portugueses establecidos en Lima. Pero, más fiel al espíritu del evangelio, se ostentaba igualmente en las fundaciones religiosas, hermandades de caridad, hospitales, casas de huérfanos, mejor trato de los esclavos, esfuerzos por la libertad de los indios, escuelas para pobres, recogimiento de arrepentidas y otras muchas creaciones benéficas que datan de esta época.

El impulso dado por el virrey al mineral de Potosí suministraba medios abundantes para ejercer la beneficencia, sostener un teatro en Lima y vivir en la abundancia. La política pacífica que principió a prevalecer en el gabinete español, y sus relaciones menos hostiles con las potencias marítimas, libertaron por entonces al Perú del temor a los corsarios; y el buen gobierno de don Luis de Velasco permitía esperar días más prósperos. La corte, reconociendo sus buenos servicios, le recompensó después por segunda vez con el virreinato de México y con la presidencia del Consejo de Indias, enviando al Perú al conde de Monterrey, que era virrey de México y a quien al dejar su destino acompañaron tropas de indios, hinchiendo los aires de alaridos en señal de gratitud.

 

Don Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey y la audiencia.El conde de Monterrey fue recibido en Lima con festejos memorables. Desgraciadamente murió a los dieciséis meses de su llegada, mártir de la pureza. En su breve gobierno había dado 25 mil ducados de limosna, y fue tan desinteresado que la audiencia hubo de costear su entierro. Por su salud se habían hecho procesiones y disciplinas públicas; los indios le agradecían sus esfuerzos por la libertad de los yanaconas, y Lima la continuación de las mejoras emprendidas por su antecesor. El Perú entero se interesaba en la expedición que el 21 de diciembre de 1605 salió del Callao bajo la dirección del entendido y entusiasta Quirós para explorar la Oceanía.

Los expedicionarios tuvieron la gloria de descubrir las islas de la Sociedad y del Espíritu Santo, de probar que el Océano Pacífico estaba sembrado de islas, y de acercarse a la tierra austral incógnita, que desde entonces principió a llamarse Australia. Mas la expedición no produjo ventajas inmediatas por el abatimiento en que rápidamente caía la España, y porque el Perú necesitaba ocupar sus fuerzas en su desarrollo interior y en la fusión de sus razas.

El sentimiento religioso, que era el principal poder para la formación de la nueva nacionalidad, continuó extraviándose con nuevos autos inquisitoriales y con las pretensiones exorbitantes del santo oficio; mas no dejó de ejercer una influencia eminentemente moral y civilizadora, ya por la acción de dignos ministros del evangelio, ya por el ejemplo de otras personas piadosas. Santo Toribio, que murió en Saña cuarenta días después que el virrey, había celebrado tres concilios, fundado el seminario de Lima y el monasterio de Santa Clara, visitado su extensa diócesis y legado a sus sucesores el más bello modelo de virtudes pastorales. San Francisco Solano, después de haber seguido a pie el curso de sus misiones desde el Paraguay a Lima convirtiendo millares de idólatras, ejercía el más poderoso ascendiente, ya con su maravillosa austeridad, ya con su palabra dulce e insinuante. Isabel Flores de Oliva, nacida en la capital el 30 de abril de 1586 y venerada hoy bajo el nombre de Santa Rosa, se mostraba ya como la primera flor que en su fragante pureza ofrecía el nuevo mundo al esposo inmaculado, siendo el ideal de una santa virgen. Sin elevarse a la perfección de Santa Rosa vivían en el mundo, y dentro de los claustros, muchas almas irreprensibles que sostenían la pureza de costumbres, neutralizando las poderosas causas de desmoralización que se multiplicaban en el aislamiento colonial, entre las dulzuras del clima, los goces de la abundancia, la molicie de la larga paz y las tentaciones de las desiguales razas.

La acción del gobierno en un país tan vasto, poco poblado, con elementos heterogéneos, con difíciles comunicaciones, tan lejos de su centro y bajo instituciones mal calculadas, no podía levantar la moral pública; y aun era impotente para la buena administración de la hacienda, una de sus más solícitas atenciones. Algún remedio se puso al desorden de las rentas con la erección de la contaduría mayor, que vino a ser el tribunal superior, donde fenecían las cuentas de los oficiales reales y demás empleados en su administración. Algunos años antes se había fundado el tribunal de la Cruzada con notable ventaja de esta renta.

 

Don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montes Claros.La corte, que en sus apuros crecientes subsistía de expedientes ruinosos y aun había descendido a pedir limosna hasta para comer, estaba dependiente del socorro de las Indias. El marqués de Montes Claros, que en el virreinato de México había desplegado el mayor celo por la hacienda, hacía en el Perú de oficial real, procurador y pagador, no inquietándose porque los murmuradores le llamaban el despensero del Rey. Por su diligencia se organizó bien el tribunal mayor de cuentas; los oficiales reales que debían al tesoro cerca de tres millones de pesos fueron apremiados; los mineros de Huancavelica y Potosí, que tenían grandes deudas, las satisficieron en mucha parte; y también aumentaron las entradas de alcabalas, almojarifazgos y quintos.

Para dar un impulso general a las minas fue el virrey a Huancavelica, cuyos azogues subieron de 900 quintales a 8 200 por año. Para conducir los de Arica a Potosí, lo que hasta entonces se había hecho en llamas por contrata particular, se emplearon en adelante las mulas, según iban necesitándose, de donde vinieron a desarrollarse la arriería y la población de Tacna. Se favoreció con mitayos a los principales asientos minerales que eran nueve: Carabaya y Zaruma de oro; Huancavelica de azogue; Potosí, Porco, Oruro, Vilcabamba, Nuevo Potosí y Castrovirreina de plata; mas al de Oruro no se pudieron aplicar los indios de mita, porque el gobierno había prohibido dar nuevas mitas y aun deseaba extinguir la de Potosí por sus enormes abusos, haciendo que se fijase en las cercanías el suficiente número de trabajadores voluntarios.

El comercio, más honrado y más considerable que en la Península, consiguió toda la estimación deseada con el establecimiento del tribunal del Consulado, que autorizado desde 1593, se instaló en 1615 con un prior y dos cónsules elegidos por los principales comerciantes.

La prosperidad del país por el buen estado de las minas y de los negocios se hizo sentir en las fiestas espléndidas con que Potosí celebró en 1608 el octavario del corpus y en las magníficas honras que hizo Lima a la reina Margarita. La capital, que había sufrido mucho en el terremoto de 1609, pudo reparar en breve sus edificios y hermosearse con la Alameda de los descalzos y la obra monumental del puente que costó 85 mil pesos, y para cuya conservación se aumentaron los arbitrios municipales.

Esplendor más duradero le prometían los estudios de la universidad asegurados con 14 mil pesos en los diezmos, nuevas constituciones y la enseñanza de profesores eminentes, como el jesuita Menacho, Vega (futuro arzobispo de México) y otros distinguidos peruanos.

La cultura general se promovía principalmente por las inspiraciones religiosas. Para el mejor gobierno de la Iglesia se erigían los obispados de Huamanga, Arequipa y Trujillo; don Bartolomé Lobo Guerrero daba constituciones sinodales, como sucesor de Santo Toribio, para favorecer la buena doctrina y reformación de los curas; se tomaban medidas a fin de desarraigar la idolatría a que se mostraban tenazmente apegados los indios; los jesuitas se abrían una carrera gloriosa en las misiones del Paraguay, siendo fundadas las primeras reducciones en 1610 por los padres Mazeta y Cataldino; aun se lisonjeaban con reducir a la paz evangélica a los indomables araucanos, que por la imprudente fuga de la mujer e hijo del cacique Anganamón martirizaron a sus conversores en el valle de Elicure.

La paz general del virreinato se creía asegurada, no imponiendo a los indios nuevas cargas, teniéndolos separados de la gente de color, contemporizando con las pretensiones de los hijos de los conquistadores, a los que era difícil satisfacer con destinos y encomiendas, y dispensando una protección especial a los mineros, como los más provechosos entre todos los vasallos y a los comerciantes, como los más interesados en la estabilidad de la colonia. La existencia de sus habitantes se deslizaba en el reposo y la abundancia como un sueño de placer, entre las comodidades domésticas, las funciones de Iglesia, los toros, los festines campestres o los baños de mar, sin inquietudes políticas y sin agitaciones febriles por la fortuna.

Tan delicioso sosiego se turbó con la entrada en el Pacífico de una escuadra holandesa a las órdenes de Jorge Spitberg. Componíase de seis navíos, entre ellos uno de 1 400 toneladas y otro de 1 260. Hechos algunos estragos en el reino de Chile, seguía visitando las costas del virreinato, prevenida siempre de un barquito español, que participaba a Lima los movimientos de los corsarios. Frente a Cañete se encontró con la escuadra del Perú compuesta de ocho buques, a los que por la superioridad de armas y disciplina derrotó completamente después de un combate obstinado. Animado con su triunfo, vino Spitberg a anclar en el Callao la víspera de Santa María Magdalena, en 1615. La consternación de Lima fue excesiva porque no había para la defensa sino cuatro cañones en mal estado y ninguna fuerza bien regimentada; la paz había enervado los ánimos de la raza dominante y se temía dar armas a la gente de color. El arzobispo ordenó que se expusiera el Santísimo Sacramento en las principales Iglesias. La futura patrona del Perú, postrada al pie de los altares, orando por su patria y oyendo decir que los herejes habían ya entrado a Lima, rasgó su largo vestido de beata y se aprestó para el martirio haciendo un escudo de su cuerpo a la hostia consagrada. Mas Spitberg, que ya había metido un buquecito entre las naves mercantes y recibido algunos cañonazos de tierra, dejó a los tres días el puerto, y después de saquear los de Huarmey y Paita, abandonó la costa del Perú. Antes de alejarse del virreinato había estado cerca de encontrarse con la armada en que subía de Panamá el príncipe de Esquilache, sucesor del marqués de Montes Claros.

 

Don Francisco de Borja y Aragón, Príncipe de Esquilache.El 23 de diciembre de 1615 a los tres días de haber entrado en Lima, visitó el nuevo virrey el puerto del Callao y conoció que ante todo necesitaba crear elementos serios de defensa. Con tanta actividad como economía formó una armada compuesta de cuatro galeones, dos pataches y dos lanchas con ciento cincuenta y cinco cañones y la dotación necesaria. En el Callao levantó dos plataformas, donde se colocaron trece piezas gruesas de artillería, y creó una guarnición de quinientas plazas dividida en cinco compañías, de las que algunas se embarcaban en la armada. Todos los gastos de guerra fueron contratados en 390 409 pesos por año. Se rehabilitó a los soldados dándoles honrosa ocupación. La guardia del virrey, a la que ya no se pagaba, consintió en servir por sólo las prerrogativas militares. Con semejantes reformas creyó el Príncipe, que el Rey no tenía mejor gente de mar y guerra en ninguna parte.

No obstante la murmuración de los émulos hubo de conservarse los aprestos de guerra, porque el peligro de nuevas invasiones se acrecentó con el descubrimiento del Cabo de Hornos que hizo Jacobo Lemaire en los últimos días de 1615. Esta vía expedita, que tanto podía contribuir a los progresos del comercio y que solicitaron con instancia los comerciantes de Cádiz, no fue empleada, porque la audiencia de Panamá se opuso por el interés de la feria de Portobelo. En España no se ponía mucho empeño en ese tráfico; porque abatida la industria con la bárbara expulsión de los moriscos y con un sistema económico ingeniosamente absurdo, si conservaban la odiosidad del monopolio en América, eran extranjeros las más veces los capitales, los buques y los efectos embarcados bajo el nombre de los comerciantes sevillanos; la riqueza llevada por las flotas pasaba por la Península sin fertilizar el país, alimentando sólo la vanidad y la pereza.

En el Perú todo lo hacía olvidar la riqueza de las minas, que producían anualmente unos seis mil quintales de plata. Potosí daba más de 500 mil marcos, Oruro unos 300 mil, Castrovirreina 200 mil, el nuevo mineral de San Antonio de Esquilache prometía mucho. La mina de Huancavelica, primera rueda de la explotación mineral, que amenazaba caer en ruina, fue fortificada con obras de cal y piedra y favorecida mediante una nueva contrata con los mineros, a quienes el Rey compraba los azogues para distribuirlos, vendiéndolos, sea al contado, sea a crédito y siempre a un precio fijo, en los demás minerales. El gobierno trató también de mejorar la condición ya intolerable de los mitayos; pero el Príncipe no creyó prudente medir el poder y la obediencia con gente tan apurada y atrevida como la de Potosí, donde años antes había dado el grito de libertad un tal Yáñez, y amagaban graves disturbios por las rivalidades entre vascongados y andaluces.

Entre los matones de Potosí se había señalado un alférez imberbe, de facciones agraciadas, pendenciero en demasía, que a la viva impresionabilidad de un niño reunía la serenidad de los héroes. Después de varias aventuras vino a descubrirse en Huamanga que era mujer y se llamaba doña Catalina Erauso. Era natural de San Sebastián de Vizcaya; criada en un convento se fugó estando para profesar; y habiendo venido al Perú en traje de hombre, corrió lances increíbles. La monja alférez, como fue llamada en adelante, pasó del monasterio de Santa Clara de Huamanga al de la Trinidad de Lima, de aquí a España y de España a México, donde acabó oscuramente sus días, gastándose así en delitos vulgares un carácter de extraordinaria energía, que hubiera podido desplegarse con gloria en otras empresas.

Se había despertado en el Perú el espíritu guerrero queriendo penetrar por todas partes en la región de los salvajes. Casi todas las empresas abortaron en su origen, faltas de protección y recursos, o estrellándose ante los obstáculos de la montaña, insuperables en aquel tiempo. Sólo dieron algún fruto las entradas, en que las armas de la codicia fueron sustituidas a tiempo por las del evangelio, reemplazando al desenfreno de la soldadesca el celo de los misioneros. La más importante de estas conquistas debía ser la de Maynas, que unos soldados arrebatados por la corriente del Marañón descubrieron después de haber atravesado felizmente el pongo de Manseriche. La conquista de los Maynas, dóciles y hospitalarios, fue hecha sin gran dificultad por don Diego de Vaca, vecino de Loja, y se consolidó en el reinado siguiente con los esfuerzos de los misioneros.

Al mismo tiempo se proseguía con celo, entre los indios convertidos, la extirpación de la idolatría. Visitadores costeados por el gobierno combatían las supersticiones arraigadas con la predicación, el castigo de los falsos sacerdotes y la destrucción de los ídolos. En sólo treinta y un pueblos de Cajatambo y Chancay se penitenciaron 679 ministros de idolatría, y se destruyeron 603 huacas principales, 3 418 conopas y cerca de otros mil ídolos secundarios. El virrey fundó el colegio del Príncipe para la educación de los hijos de caciques que debían ser los principales ministros para la cultura evangélica de su raza, y destinó en el cercado de Lima la reclusión de Santa Cruz para el castigo de los brujos y otros falsos dogmatizadores.

 

La devoción se había acrecentado sobre manera a la muerte de Santa Rosa, acaecida en 24 de agosto de 1617, a la que principió a venerarse, como si ya estuviese canonizada; y subió de punto cuando se supo el culto que la España estaba tributando a la Inmaculada Concepción. Los niños y comerciantes oscuros festejaron desde luego por las calles un misterio tan grato a la piedad popular y la universidad entera lo juró entre costosas máscaras. La fe sencilla de nuestros mayores no temía desvirtuar sus homenajes religiosos con aparatos tan profanos, ni aun empleando retos tomados de la caballería andante. El terror que de tiempo en tiempo venían a acrecentar los terremotos, como el que arruinó a Trujillo en 1619, fortificaba las creencias sin que necesitara prestarles su temido apoyo el tribunal de la inquisición que en el gobierno de Montes Claros había celebrado dos autos.

El Príncipe, tan celoso como prudente defensor del patronato y favorecido por el carácter conciliador del arzobispo, había logrado tener a raya a todas las autoridades eclesiásticas y obligado a los frailes a la sumisión; en lo que reconocía haberse libertado de todo mal suceso por particular misericordia de Dios. Pero si creía poder allanarlo todo con el cuidado y con la industria, no se hallaba capaz para la administración de la real hacienda.

Las entradas anuales se calculaban en 2 250 000 ducados; se había hecho ya una necesidad el enviar al Rey un millón; para sostener el ejército de Chile se gastaban  mil ducados, en la armada 390 mil pesos, en la explotación de azogues 400 mil; de suerte que quedaba una cantidad insuficiente para el pago de sueldos y gastos eventuales; y era necesario ganar tiempo con los acreedores, tomar fondos extraños o apelar a otros tristes arbitrios.

 

Poco satisfecho con estos apuros, distinguido poeta, gran cortesano y ya rico con murmuración de muchos, estaba el Príncipe impaciente por dejar su envidiado cargo; supo la muerte del Monarca acaecida en 1621 y se apresuró a embarcarse sin aguardar la llegada del marqués de Guadalcázar, que estaba nombrado por su sucesor.