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EL CINE RUSO DESPUÉS DE LA GUERRA

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Rusia ha salido muy maltrecha de la guerra, con un millón setecientos mil muertos y parte de su industria destrozada. Casi las tres cuartas partes de los equipos de su industria cinematográfica han sufrido serios daños materiales. Para agravar la situación del cine soviético, la posguerra acusará una intensificación de la rigidez política de Stalin y una hipertrofia de la burocracia, que van a ser fatales para el arte ruso en general.

 

Las mejores obras de la posguerra serán evocaciones de las pasadas batallas, como la monumental «Caída de Berlín» (1949) de Chiaurelli o «La batalla de Stalingrado» (1948) de V. Petrov. Los veteranos, Pudovkin con «El almirante Nakimov» (1945), o Dovjenko con «Miciurín» (o «La vida de las flores», 1949), con un excelente empleo del color, no serán capaces de levantar al cine ruso en los años que siguen a la guerra.

 

La muerte de Stalin en 1953 y el viraje emprendido en el XX Congreso del Partido Comunista (1956) tienden a dar una mayor flexibilidad, así interior como exterior, a la polí¬tica rusa. El cine, gran barómetro nacional, va a acusar estos cambios.

 

La prohibición que pesaba sobre la segunda parte de «Iván, el Terrible» de Eisenstein será levantada en 1958 y la literatura y la historia van a ser abordados con un espíritu nuevo. El cine ruso conocerá entonces un nuevo florecimiento.

 

El tema del amor por ejemplo, va a ser una novedad aunque en esto, como en otras cosas, los rusos sepan darle un acento personal que le aleje de los moldes occidentales. Los amores imposibles de «El 41» (1957) de Grigorí Tchukrai, entre un oficial blanco y una guerrillera roja, demuestran que, si el amor es importante, hay cosas que están por encima de él, y la Revolución en primer lugar. El acento político no se perderá nunca en este cine y «Cuando pasan las cigüeñas» de Kalatzov, gran revelación de Cannes en 1958, será un formidable alegato contra la guerra más que una película amorosa.

 

Pero lo cierto es que un nuevo soplo romántico parece invadir el nuevo cine soviético. «La cigarra» (1955) de Sergio Samsonov y «Malva» (1957) de Vladimir Braun parecen confirmar esta tendencia.

 

Eisenstein y Pudovkin, al analizar la historia del cine soviético poco antes de su muerte, comprendieron que la teoría del «tipo» era errónea y a la realidad exterior, puramente formal, debe suceder la realidad de la conciencia del protagonista, lo que conduce a una mayor valoración de la dimensión psicológica, en detrimento del enfoque puramente épico de su cine anterior.

 

El moderno cine ruso va a echar mano con mucha frecuencia de la literatura. «La madre» (1955) de Donskoi, «Otelo» (1956) de Yukevitch, «Don Quijote» (1957), de Kosintsev, «El don apacible» (1958) de Gerassimov, y el ballet, en «Romeo y Julieta» (1955) según Prokfiev, están mostrando el nuevo rostro del cine ruso que ha variado en sus temas y en su técnica, que se torna más afiligranada y preciosista.

Pero en la posguerra se asiste a un fenómeno político de gran importancia El mundo se escinde en dos bloques: el socialista y el capitalista. Y entre ellos, con tendencia neutralista, el grupo afroasiático de las naciones jóvenes que esperan su hora. En los países socialistas el cine va a experimentar un rápido resurgir, al que no es ajeno el empujón industrial que viene del Este, mientras aún suenan como un eco las palabras de Jaurés: «El cine es el Teatro del proletariado» y las consignas de Lenin: «De todas las artes, el cine es para nosotros la más importante».